martes, 21 de junio de 2011

"El Tatayo"

El Tatayo
Hay recuerdos enraizados en la mente de los más viejos y muy nebuloso en la de los más jóvenes que se han enterado de algunos dichos de personajes que no identifican, y lo más lamentable: cargan con los mismos apellidos. Si el olvido llega con el paso de los años, puedo asegurar que la segunda generación de algunos personajes ya no recuerda quién era su abuelo y qué hacía o hizo realmente. Esa es una realidad en lugares donde, a quien citamos, era parte de una ranchería o un pequeño pueblo.
Cuando el abuelo y el padre son parte de un rancho, normalmente se pierde algo de sus raíces, abandonan lo rústico y natural para incorporarse a la ciudad con toda esa maraña de ideas nuevas y costumbres que pululan por todos lados y opacan los orígenes  rancheros o campesinos de nuestra gente.
En el caso de Adolfo Burgóin García, mejor conocido como El Tatayo, fue un personaje que nació allá por el año de 1911 y, como la mayoría de los de su tiempo, falleció adelantándose en el camino que tarde o temprano todos tomaremos.
Vivió toda su vida en el poblado de Palo Escopeta, cuya característica principal es que la mayoría -si no todos- de sus pocos habitantes, llevan el apellido Burgóin. La tierra de sus antecesores lo arropó toda su vida, tanto a él como a su inseparable esposa Amparo Ceseña, dejando una huella indeleble al procrear once hijos. Físicamente era una persona menuda de mediana estatura, inquieto, bromista y a todos les “rayaba la madre” o les “picaba las nalgas”, nos dice su hijo Adolfo, quien con amabilidad y picardía me contó algunos detalles de la vida de su padre, al igual que sus hermanos Oscar, Adela y Lucrecia. Me contaron que su padre era hombre de campo, gente de a caballo y que no hubo bestia que lo tumbara, que era muy hábil para andar entre el monte esquivando ramas y palos. Que al igual que todos los de Palo Escopeta, se dedicó a la ganadería como actividad primordial sin dejar de reconocer que la pesca era un trabajo con el cual complementaban la alimentación y obtenían algunos pesos adicionales, sin dejar de ser una actividad de recreación y convivencia con los amigos y la familia.
Si se están preguntando quiénes no conocieron a El Tatayo, o alguna de sus anécdotas -lo que le hace diferente a los demás-, sólo les diré que era un malhablado y decía las groserías de una manera natural como parte de su personalidad, sin dejar de lado que era muy ocurrente, de mente ágil para devolver expresiones de doble sentido. Algunos parientes con ese apellido tienen algo en común, por allí recordamos a Roberto BurgóinCamisita” de  Santa Catarina, que también era muy malhablado y de los más nuevos del mismo lugar, Ramón Ojeda Burgóin.
Muy famosas son las anécdotas de El Tatayo. Claro que a lo mejor este no es el medio apropiado para repetirlas textualmente, pero si no lo hago perderé la esencia de las mismas; así que me perdonen si ofendo sus oídos, trataré de ser lo más objetivo posible para no quitarle el efecto que en todos ocasionaba El Tatayo con sus refranes, puntadas y comentarios.
Una de las anécdotas favoritas que se cuenta de forma espontánea para expresar comodidad, es sin duda aquella forma de recalcar de muchos paisanos: “Y como dijo El Tatayo: ¡Ay, culito!” Al respecto más o menos así va la historia:
En cierta ocasión donde se involucra a mi madre, la profesora de primaria Ondina Montaño y al también mentor Domingo Lomelí, ambos daban clases en el poblado de Palo Escopeta y alguien tenía que darles un aventón hasta San José, y el único disponible era el Tatayo al cual le pidieron que los llevara, pero que por favor no abriera la boca para no ofender a mi madre con sus groserías, y así lo hizo durante todo el camino; sólo escuchó hablar a los maestros y él no abrió la boca para nada.  Palo Escopeta se ubica a unos veinte kilómetros hacia la costa por un camino de terracería rumbo a Cabo Pulmo, en una ruta muy accidentada, con subidas y bajadas abruptas y se levanta mucho polvo. Ese fue el motivo del chofer ‘especial’, no supo aguantar una de las suyas al llegar al entronque asfaltado de la carretera transpeninsular:
-          ¡Aaay, culito! ¡Así te quería agarrar!
Ya se han de imaginar las caras que pusieron los maestros que iban a bordo; pero más que nada, me ha quedado la duda sobre quién fue el que corrió tal anécdota –no le he preguntado a mi madre- que ha trascendido por todos lados; claro, supongo que fue el Profe Lomelí.
En otra ocasión, allá por el Centro Histórico de San José del Cabo llegó a cargar gasolina en un carro al que le decía “La Llamarada”; mientras rellenaban el tanque atravesó la calle para comprar pan, y en eso ya lo estaba cazando un travieso y conocido mecánico -Luis Sandoval- quien sabía de antemano cómo se las gastaba El Tatayo y quiso ponerlo a prueba. Si algo tenía Luis era que sin prejuicio alguno se abría de piernas para soltar sonoras flatulencias, en lo cual era tan ‘profesional’ que sabía cómo llamar la atención de la gente; así que cuando nuestro conocido ranchero enfundado en sus botas vaqueras y pantalón de mezclilla pasó frente al taller, le soltó una ruidosa andanada de gases y El Tatayo sin siquiera voltear a verlo, masculló muy a su estilo:
-          ¡Pa’mi monda!
Pienso en esa escena, y veo a todos los de taller retorcerse de la risa al escuchar al Tatayo mandándole dignamente a Luis, ese  ardoroso mensaje que todo mundo escuchó.
Para todos había. Hasta su fiel compañera Amparo, sufrió varios impactos directos: se cuenta que una vez revisaba una falla debajo del carro, y le pidió a su esposa lo echara a andar para identificar un ruido molesto. Ella entró a la cabina, lo encendió y le gritó que era el mofle lo que fallaba, a lo que El Tatayo -que tenía rato viéndole las piernas y algo más por un agujero del piso del conductor-, le contestó:
-          ¡Pinche vieja, mofle el que te estoy viendo!
Amparo ya estaba acostumbrada a eso y más. Como una ocasión del mes de Diciembre –fecha en que se festeja la Virgen de Guadalupe- en que iban rumbo a Miraflores, y el carro no subía las famosas cuestas de La Palma, esto es, antes de que hubiera carretera. El Tatayo le pidió a su mujer que bajara y detuviera el carro para que no se les regresara, después de agarrar aviada intentándolo una y otra vez. Ella inocente le hizo caso y se habrán de imaginar los resultados: le dio tal arrastrada que terminó atrancándola contra unos palos del monte dejándola toda raspada y con una pierna lastimada. Él se bajó para reclamarle:
-          ¡Vieja jija de la chingada! ¿Qué no te dije que detuvieras el carro?
Como se habrán dado cuenta, en la foto donde aparecen los dos, ella era frondosa y más alta que su marido, lo que los hacía una pareja muy especial y espectacular.
¡Ahí les va otra! Para que se sorprendan de la picardía de este personaje inolvidable, déjenme comentarles que son vox pópuli estas anécdotas, y posiblemente varíen un poco con el paso de los años por el hecho de pasar de boca en boca. Cuentan que un día un vendedor de autos de San José de nombre César Rivera Castro, mejor conocido como “El Patas Blancas” se topó un lunes con El Tatayo, día en que bajaba del rancho al pueblo y le dijo:
-          Fíjate Tatayo que tengo un carrito que está muy bueno, por qué no te lo llevas, lo pruebas y el próximo lunes que vengas nos arreglamos y hacemos el trato.
Así quedaron, y cuando regresó a la siguiente semana, César le preguntó si le había gustado el carro, a lo que el pícaro ranchero se le quedó viendo y le contesto:
-          Mira –le dijo- ese pinche carro se parece a mi vieja; tiene buen lejos, pero por dentro ¡está bien bomba la hija de la rechingada!
No era una ofensa para su esposa Amparo, más bien una manera burda de decir las cosas sin perder el estilo. En ocasiones eran tantas sus ocurrencias y desplantes que para muestra les contaré sobre cómo le quiso presumir a su esposa los frenos de potencia que traía el carro.
-          Vieja, póngase allí frente a la cocina y verá como le rallaré el carro sin tocarle ni un solo pelo.
Ella ya se la sabía y por lo mismo, dudaba de sus desplantes, pero le insistió tanto hasta que la convenció. El Tatayo se subió al carro, se apartó un poco del objetivo y aceleró rumbo a la cocina donde Amparo se había colocado. Cuentan que si no se avienta a un lado, la mata; mientras, el temerario piloto echaba madres bombeando los pedales del freno sin conseguir que el vehículo detuviera su marcha, al tiempo que le gritaba a su esposa:
-          ¡Quítate hija de la chingada, si no te quitas te rechingo! ¡Quítate vieja pendeja! ¡Ya me llevó la chingada!
El espectáculo fue de pronósticos reservados: la cocina hecha de troncos, palos y hojas de palma, voló por los aires; se llevó la hornilla de leña desparramando la sopa fresca y los tamales de costillita de puerco tan típicos en nuestra cocina serrana. Esta inolvidable pareja se casó cuando ambos tenían dieciocho y vivieron felices a su manera, durante más de sesenta años. Era un matrimonio inseparable. El Tatayo no se movía para ningún lado si no lo acompañaba su querida Amparo; él mismo decía que era la gasolina del carro. Le sobreviven sus hijos Martha, Margarita, Adolfo, Felicidad, Oscar, Yolanda, Ramón, María, Ciria, Idalia y Adolfa, al de .igual que docenas de albures y dichos que circulan por ahí, sin que la mayoría de quienes los oyen sepan quién fue ese famoso Tatayo

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